abril 06, 2011

Realidad Distorsionada

Escuchó hasta el último de sus gritos, el más fuerte de sus lamentos, la viva voz descarnada. Y pareció no importarle. Su mirada buscaba en todo su alrededor el brillo de unos ojos que pudieran servirle de alimento. Necesitaba saciar sus ansias y aquello era el primero de un festín que bien merecido se lo tenía. No podía fiarse de nada más que su vista, pues sus otros sentidos eran poco menos que inservibles.
Los latidos de su corazón eran tan fuertes, intensos y rápidos que parecían repiquetear las campanas de la iglesia que llama a misa de doce. De hecho, latió su corazón igual que en aquella ocasión en que el padre les dijo desde el púlpito que ya nada podría ayudarlos de la prevista catástrofe que azotaría a su pueblo. Finalmente la gente merecía pagar por tantas aberraciones cometidas, por tantos pecados sin arrepentimiento, por tantos abusos sin límites.
Pero un corazón no latió así en el sermón, sino mucho tiempo después cuando el padre lo obligó a masturbarlo con sus pequeñas manos y a tomarse su simiente, por la única razón de que no había otra forma de salvar su alma. Eran órdenes de Dios que utilizaba al padre como un instrumento. Nos guste o no.
Ahí, bajo la cama, supo entonces que no importaron las veces que el padre jadeó como bestia desenfrenada para desposeerse y desposeerlo de los demonios que lo atormentaban. Estaba ahí fuera, sobre su cama, entre sus cobijas, hurgando sus cosas y buscando el brillo de unos ojos que le permitieran por única vez, quizá la última de su vida, alimentarse tal como siempre lo había deseado. Sin embargo, supo conservar la calma y por ninguna razón abrió los ojos. Pero ello no impidió que escuchara hasta el último aliento de quien sirvió como primer bocado de esa bestia que ahora esperaba pacientemente sobre su cama.
No supo en que momento se quedó dormido, pero fue aquella voz que lo despertó de nuevo, la que hizo que los rayos del sol entraran por sus ojos y se dilataran sus pupilas, como cada día de todas las veces que la bestia se hacía presente desde los seis años, la que le hizo recordar que no se puede evitar el destino. Sufría por el solo hecho de pensar que apenas tenía nueve y que no soportaría llegar a viejo con los mismo miedos al monstruo que lo acechaba. Por ello cuando su madre llamó a su cuarto, el ya había tomado el cuchillo de la cocina con el que ella solía matar puercos y pollos para sacarles las entrañas, tal como él lo había visto casi todos los días. Y no pudo evitar una pequeña sonrisa cuando la mujer le dijo:
-Hijo, el Padre te espera allá abajo.