abril 02, 2008

PARPADEO

Cerré los ojos un instante y miré el rostro de un ángel humanizado. Triste, cabizbajo, absorto, pensativo. Deseaba con todas mis fuerzas y todos mis sentidos que cambiara su semblante pero se aferraba a conservar su postura.

Busqué de mil formas hacerle entrar en razón. Le conseguí todo lo humanamente posible pero resultaba inútil. El ángel parecía sumirse cada vez más en su melancolía y su apariencia iba cada vez más en decadencia.

Solo en ese momento me detuve a pensar, qué lejos estaba de darle lo que buscaba. Absorto en mis pensamientos en busca de su sanación, nunca se me ocurrió preguntarle qué era lo que deseaba.

Te deseo a ti, me dijo, vine desde lo más profundo de tus deseos, desde el más dulce de tus sueños, desde lo más recóndito de tu ser
para hacerte feliz, pero me entristecía al ver lo mucho que te preocupabas por mí y lo infeliz que eso te hacía.

Me quedé estupefacto ante tal declaración. En ese momento deseé con todo mi ser haber muerto porque hacía infeliz a quien vino a darme felicidad. Así que decidí que debía morir para reparar el daño que había hecho. Corrí lo más que pude hasta la cocina de mi casa y cogí un cuchillo que pudiera alojarse en mi pecho, allí donde me dolía que laceraba, allí donde dicen los anatomistas que hay un órgano de vida, allí donde dijeron los poetas que hubo un corazón...

Sentí el cuchillo deslizarse suavemente pero certero, sin prisas pero sin pausas, atravesaba sigiloso pero mortal, el cuerpo que poco a poco se desvanecía, y ahí, con un hilito de sangre escurriéndole en los labios, el noble ángel, que me sirvió como escudo protector, feneció como el sol cuando cae la noche.

Abrí repentinamente los ojos y creí mirar el rostro de un ángel humanizado frente a mí, pero me dio gusto ver el brillo de tus ojos.