noviembre 11, 2006

EL CAZAPADRECITOS

Era un viernes por la tarde cuando mi madre me mandó a la iglesia a confesarme con el párroco del lugar. Con la advertencia de los constantes cambios de temperatura que me caracterizan, acudí puntual a la cita que me había encomendado mi santa madre para que, según ella, me librara de mis pecados y pudiera comulgar sin culpas en la misa del domingo.
El lugar era enorme. Las puertas de madera fina me hacían pensar que estaba a punto de entrar al palacio de algún reino. Los bellos murales en las paredes y en los techos me recordaron el oscurantismo y la inquisición a la que se vieron sometidos los habitantes del planeta durante cerca de ¡mil quinientos años!, (Casi nada si consideramos la ignorancia a la que por gusto, muchos siguen sumidos). Recorrí a zancadillas el templo con la intención de pasar desapercibido y miré las imágenes perfectas de los santos y las vírgenes que parecían observarme, yo los miré con desdén y con la mirada les recordé su vida pecaminosa y su arrepentimiento de última hora, que les mereció ocupar el sitio en el que se encontraban.
El tosido a mis espaldas me puso en guardia. Una mujer de unos cincuenta años se acercó a mí y con lágrimas en los ojos me pregunta por “el padrecito”, no sé, le contesté, no lo he visto. Un hombre gordo, de baja estatura, con sotana negra y una especie de crucifijo en el cuello, hace su aparición en ese momento y nos hace una seña para que pasemos al confesionario.
La señora me pregunta si es posible cederle mi lugar a lo que de inmediato accedí. Sentado en una banca cercana, aguardaba con paciencia para sostener una larga charla con el sacerdote, pero los gritos desgarradores de la mujer que se confesaba no me permitían concentrarme. Con paso lento pero decido y sigiloso, me acerque para ver que era lo que estaba sucediendo. El confesionario apenas era divido por una cortinilla entre el confesor y el sacerdote, pero si se ve de frente se observan los detalles de lo que sucede en el interior de cada uno de los cubículos, pues la cortina era tan vieja que se trasparentaba traviesamente para espiar los hechos interiores.
El padre roncaba a pierna suelta mientras la mujer se desahogaba en su confesión. En ese momento hice una reflexión. ¿Qué caso tiene decirle a un hombre común y corriente (más corriente que común), cuáles son tus pecados? ¿Acaso el no tiene también los suyos? Y él, ¿a quién se los confía? ¿En qué parte de la Biblia se señala la obligatoriedad de la confesión?¿Cuál es la necesidad de narrarle tus aventuras a un hombre que prefiere dormir, a escuchar una sarta de estupideces?
Las palabras de una tierna adolescente hicieron que interrumpieran mi pensamiento. Sigues tú, me dijo. ¿De qué hablas? Contesté. Ya salió la señora desde hace rato y estás formado en la fila que espera confesarse con el padre, me señaló. Ah, pasa tú si quieres, yo estoy esperando a mi mamá, inventé. La chica pasó y veo que el rostro del padre cambia de expresión al tiempo que se limpiaba la baba que le provocó dormirse en la confesión anterior. El sacerdote se retorcía como babosa recién bañada de sal e intenté acercarme un poco, para escuchar que era lo que decía la hermosa chica, que hacía contorsionar al clérigo de esa manera. Un encuentro sexual de la fémina con su novio con lujo de detalles era la descripción que ella hacía al tiempo que el padre exigía más detalles del encuentro.
Una sensación indescriptible me recorrió por todo el cuerpo. ¿Era el sacerdote una persona confiable para confesarle todos mis secretos? ¿Qué necesidad hay de narrarle los detalles de algo que se supone es pecaminoso? ¿No peca el también al querer conocer los detalles del encuentro? ¿Y Dios? ¿Le contará el sacerdote a Dios los pecados de sus feligreses, con el mismo lujo de detalle que él exige en los penitentes?
Al llegar mi turno ya había armado una historia que bien podía ser del agrado del padre. Me acuso padre de haber pecado en el sexto mandamiento, le dije. ¿Cómo fue hijo?, Cuéntamelo todo. La verdad es que me da un poco de pena padre, fue con un hombre, ¿es necesario que le diga cómo fue? La cara de excitación del padre pareció responder, pero aun así contestó: si hijo, es necesario, dime, ¿se la chupaste? ¿Te la chupó? ¿Se la metiste? Cuéntame anda, ¿cómo fue? Una serie de actos inventados fueron salpicados de mi orificio bucal al mismo tiempo que el sacerdote se retorcía como chinicuil. Qué puerco es usted señor, ¿a poco de verdad cree que hice todo eso? Hubieran visto su cara llena de lujuria para que conocieran el rostro del verdadero pecado. ¡Lárgate de aquí, estás excomulgado! ¡Arderás en los infiernos por intentar tentar a un hombre de Dios! Vociferaba el hombre iracundo. La verdad es que disfrute tanto aquel pasaje, que desde entonces me han excomulgado alrededor de una doscientas veces. Mis historias son cada vez más detalladas y los sacerdotes cada vez más puercos. Mentiría si digo que todos. Algunos me piden que con mencionar el mandamiento violado es suficiente, que no hay que ser detallista, que a Dios solo le interesa el arrepentimiento. Con esos curitas me da un poco de remordimiento. Pero cuando me topo con los que me piden incluso, que les describa el lugar en que tuve mis fantasiosos encuentros, no puedo menos que seguir perfeccionando mi táctica para poder seguir cazando padrecitos lujuriosos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

jajajajaja, ya lo sabía, quieres saber de pecado? ve a una iglesia!

Erranteazul dijo...

Genial,genial, genial. Hasta me dieron ganas de confesarme!...
ja,ja,ja. Ojalá hubiera muchos cazapadrecitos. El mundo sería infinitamente menos malo.